MIAMI, Estados Unidos. — Qué oportuna coincidencia la del estreno del más reciente largometraje de Lilo Vilaplana, El caballo, y la nueva barbarie del régimen castrista, la deportación a Polonia del artista Hamlet Lavastida y su pareja, la poeta Katherine Bisquet.
En ambos escenarios, uno en el campo de la ficción y el otro en la más cruda realidad, la dictadura se muestra sin ambages, con una agenda antipopular, represiva, de apaga y vámonos. Si tales arbitrariedades se midieran a nivel internacional, a estas alturas el régimen debiera ostentar un récord Guinness de agresividad desmedida contra las personas que debe proteger y defender,
El argumento de El caballo está basado en una anécdota del descalabro nacional que el legendario Marcos Miranda refirió a Vilaplana. Luego, entre ambos, la transformaron en guión. El resultado es una comedia de humor negro, modalidad tan presente en la cinematografía cubana, por la facilidad que tiene de dilucidar el absurdo.
En la aparente quietud de la campiña, un caballo ha sido sacrificado, supuestamente por matarifes clandestinos, y se produce un aparatoso operativo policial sobre el incidente, que en Cuba puede ser tan grave como el asesinato.
Alrededor de la anécdota gira la historia que se mueve entre el sitio donde el penco apareció descuartizado, en la maleza, y la vida turbulenta de cierto “bisnero” en un barrio de La Habana, quien tiene como vecino al opositor acosado por turbas revolucionarias convocadas al efecto.
El “hombre de negocios” de la bolsa negra, que trafica en lo que pueda hurtar o comprar para revender, tiene casa y automóvil, verdaderos lujos en medio de la desventura cubana, y se aprovecha de que la policía esté las 24 horas del día entretenida, haciéndole la vida imposible al disidente, para realizar sus operaciones clandestinas.
Esa indiferencia por el prójimo en apuros políticos es un punto a favor de la dictadura, que apuesta por la indolencia del cubano. En ese sentido, es importante que la película lo traiga a colación. La sociedad de la isla se sostiene sobre la insolidaridad y el individualismo que los mandamases castristas siempre han atribuido al capitalismo.
Ahora mismo, supuestas “organizaciones no gubernamentales” como la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la decadente UNEAC, no se pueden pronunciar sobre el desmán de la deportación de creadores cubanos en pleno siglo XXI. El silencio hace cómplices a todos sus miembros.
Tampoco se manifiesta el Ministerio de Cultura, donde su anodino máximo representante es dado a la guapería de barrio y nunca al diálogo con su contrario.
En lo que el abyecto cantautor Silvio Rodríguez celebra el centenario del partido comunista español en Madrid, abogando por el fin del embargo, el director de cine Carlos Lechuga dedica el premio en metálico que le han otorgado en el importante Festival de Cine de San Sebastián para terminar su nueva película a las madres y abuelas cubanas que sufren la ausencia de sus nietos e hijos, muchos de los cuales se encuentran en prisión.
El caballo elucubra sobre el deterioro de la fibra social socavada de indigencia y miedo. La inoperancia consuetudinaria del régimen ha vuelto el deseo de la elusiva carne como alimento, obsesión y metáfora del infortunio. No hay nada salvable en un experimento que se ha ido corrompiendo sin remedio y se sostiene por la represión.
Los personajes de la película viven de añoranzas insatisfechas y temerosos de ser acusados de delinquir, cuando realmente están tratando de sobrevivir. Otra vez, Vilaplana opta por la expresión coral de un talentoso elenco donde brillan los protagonistas Ariel Texidó, Alina Robert, Adrián Más, Gretel Trujillo y Fabián Brando, así como otras figuras sumamente populares en actuaciones especiales.
Cuando se revise la historia cubana falseada por la dictadura, a su beneficio, habrá que recurrir a las manifestaciones más verídicas de su cultura, en cautiverio o en libertad, para tratar de componer la realidad sufrida hasta lo intolerable por el pueblo abandonado a su suerte en aras de un proyecto importado e impuesto a la fuerza, ajeno a nuestra idiosincrasia.
El caballo reproduce con bastante verosimilitud los días que anteceden la decadencia del terror revolucionario y el daño que ha propinado a la sociedad. Nos permite, en el interín, reírnos de algunas de nuestras desgracias. Los guajiros sentimentales que no pueden comerse la carne de su caballo, anegados en llanto y la pareja que hace el amor mientras satisface su deseo por un buen bistec se inscriben ya en la historia del surrealismo vernáculo.
Quedaron atrás los tiempos en que se hacia cine con la esperanza de perfeccionar el engendro castrista. La verdad se abre paso en el marasmo de un rotundo fracaso de sesenta y dos años.